Por Raimundo López Medina
Cuando escribir se vuelve una necesidad y un placer, siempre habrá tiempo para hacerlo, y deseos. A lo largo de mi carrera en el periodismo, intensa y ocupada, siempre pude encontrar una espacio para redactar relatos, y uno de ellos, es el que sigue, Seguiremos la ruta del Almirante, un homenaje a mis abuelos, quienes en el siglo pasado llegaron a tierras cubanas en busca de una vida nueva y mejor, y gracias en parte importante a ellos tengo el orgullo de que esa isla, larga y bonita, sea mi patria. Este relato es fruto de la imaginación, aunque tiene partes reales, como la extensa familia que fundaron y en la cual muchos de sus descendientes hoy no nos conocemos.
Es mi homenaje y presente de gratitud:
SEGUIREMOS LA RUTA DEL ALMIRANTE
Fue al final de una de aquellas somnolencias que hundían a Manuel en la bruma de la casi inconsciencia, una especie de cataclismo de los recuerdos que abría nuevos espacios vacíos en su memoria, cuando María decidió volver. Ella estaba parada junto al sillón, apoyada en la escoba, y tenía en el rostro la determinación con la que había vivido a lo largo de casi un siglo.Quiero hacerlo, estar allí donde comenzó todo -dijo, convencida que para él no existía la menor duda sobre el lugar al cual se refería.
Manuel no hizo el menor gesto y la observó como si no hubiera escuchado. Sin embargo, el sobresalto por lo que creyó entender en la afirmación de ella, terminó por desperezarlo de uno de los desvaríos de la mente cada vez más frecuentes y en los que se adentraba, a su pesar, atemorizado por el inevitable llamado de la muerte.
¿Me escuchaste, Manuel? –insistió ella, ante su obstinado silencio.
El no pronunció palabra alguna, pero finalmente se dio cuenta de cuánto las de María significaban y, por primera vez en su vida, acordó consigo mismo impedir, a toda costa, las intenciones de ella. Si algo hubiera de pasar, es, sencillamente, que permanecerían en la finca, cerca de los 12 hijos del matrimonio y el pequeño ejército de nietos y biznietos. “Esta vez no lo lograrás”, se dijo.
María tuvo tan buena fortuna, que él no pudo, en un primer momento, encontrar las razones para no regresar. Habían pasado casi 70 años, pero en algún lugar debían estar las causas que harían aquel retorno imposible. Estaba seguro de poder encontrarlas, porque al paso del tiempo fue dejando señales en su memoria, para no extraviarse al retornar por su propia vida. O no perderse dentro de sí mismo.
No siempre lo hizo. La costumbre de amojonar su memoria comenzó cuando por algún laberinto de su cabeza se le escapó la fecha de la llegada de ella, atolondrado aún por el cruce del Océano, en las vísperas de la Guerra. “Seguimos la ruta del Almirante”, explicó, media centuria después, a sus nietos. La frase la había grabado en la corteza de su cerebro, para marcar los días cuando acudía al puerto, a la espera de cada barco, para buscarla entre los pasajeros de la diáspora provocada por la guerra. Fue un mes exacto de bienvenidas preparadas y fallidas, para que ella no se percatara de su olvido imperdonable.
Sin embargo, María escogió uno de los días del agotamiento de su espera, para llegar en un barco procedente de Nueva York. “Nos desviamos de la ruta para escapar de los submarinos”, dijo, casi a manera de excusa, por la demora. Tenía en su rostro el reflejo de las bombas y en los ojos el espanto de quienes huyen, al llegar, solos, a una ciudad desconocida, y se ató a él como a una balsa entre las olas, dejando para más adelante su enojo por encontrarlo dormido en la trastienda de la bodega del tío Ambrosio, el día de su llegada. Sin embargo, fue un olvido que nunca perdonó, ni siquiera al paso del tiempo. En realidad, resultó la primera del glosario de quejas acumulado a lo largo de los años, una larga lista de reproches que arrastró en más de seis décadas de vida juntos.
Ningún acontecimiento feliz pudo borrarla, porque ella siempre encontró, de alguna manera, la excusa para desatar la letanía de sus rencores acumulados.
Manuel, desde mucho tiempo atrás, comenzó a llamar las explosiones de ella como Las tormentas de la ira, en alusión a un libro que leyó alguna vez. Además, denominó Tormentas de olvido a sus desvaríos mentales, después que un potente huracán le arrojó al suelo los platanales y arrancó con sus vientos árboles firmemente afincados en la tierra. Las nombró así porque no encontró una argumentación científica para explicarlas. Podía hacerlo con cualquier problema de la plantación de caña o plagas en los campos de maíz, pero no con ese mal que afectaba su propio cuerpo. “Son los problemas de la edad y por haber vivido tanto”, decía, simplemente, convencido de que el paso de los años provoca daños irreparables en el cerebro.
El se dio cuenta que ella también las sufría, una mañana cuando confundió en varias oportunidades el nombre de uno de los tantos nietos con el de varios de los hijos del matrimonio de ellos. El se burló del error de María‚ buscando escapar del dolor de saber que ya eran demasiado viejos para tener orden en aquella profusión de descendencias. Ella fue implacable: sumó la burla a la relación de reproches, para acercarla más al infinito.
Precisamente la tarde cuando María decidió volver, había comenzado una de las largas letanías de quejas que erosionaron sus vidas, pero que, a la vez, pusieron al matrimonio a salvo del tedio: esas peleas terminaban, tras una semana de acusaciones mutuas, en una noche de amor desbordado, lleno de ansias de recuperar momentos perdidos.
Esa era una salida que el tiempo les había arrebatado y ahora, él prefería escapar hacia el portal de la casa para no escucharla. Así, arrastraba su carga de huesos hasta su sillón preferido y desde allí, se ponía a observar la arboleda cercana, concentrado en no escuchar. Los árboles lo resguardaban de las tormentas de olvido, porque los vió nacer, crecer y hacerse viejos con él. “Son mis mejores compañeros de la edad, porque nunca se han ido”, acostumbraba decir en tono de reproche a sus hijos, quienes prefirieron establecerse en los pueblos cercanos a la finca.
Aquella tarde, las palabras de ella tenían algo del retumbar de la artillería a mucha distancia y él cayó en el sopor de la siesta y, adormilado, se adentró en los vacíos sin asideros previos a las tormentas de la inmemoria. Se sintió flotar en la bruma de las imágenes confusas de los recuerdos acumulados a lo largo de casi un siglo, hasta que una frase, llena de los perfumes del principio, lo hizo aferrarse a los brazos del sillón: “Los manzanos han florecido”, dijo, en voz alta, mirando a los monumentales árboles de mango.
En ese momento, no pudo ubicar la frase en su pasado. “Dios mío – pensó con temor -, me están llegando los recuerdos de los muertos”.
Entonces, apeló a uno de los hitos preferidos de su memoria: “Los precios del azúcar están subiendo: se acercan las vacas gordas”, pensó, recuperando un período feliz a medio siglo de distancia, una época de bonanza que los sacó definitivamente de los apremios del prestamista. La frase le devolvió su realidad y comenzó a ver, otra vez con claridad, los rayos del sol entre las ramas de los mangos.
“¿Qué recuerdos me habrán arrebatado ahora?”, se preguntó, nuevamente posesionado de su tiempo.
Fue cuando ella vino desde algún rincón de la casa para concluir, cerca de él, su glosario habitual de quejas. “Y quiero volver a estar allá, ver la casa y verlos a ellos, para que ellos nos vean también a nosotros”, fueron las frases finales de un discurso apasionado que él no escuchó.
Manuel había aprendido que el silencio era su mejor arma frente a los desbordes de su ira inútil, comparados por él con las crecidas de los arroyos, que pronto vuelven a su cauce manso. Sin embargo, en esta ocasión había una fuerza nueva en su voz, igual a la de 60 años atrás, cuando, en un arranque de determinación, en el cuartucho donde vivían, casi le ordenó: “Nos vamos de la ciudad, tú eres hombre de campo”. María no se resignó, desde el comienzo, a vivir, sin futuro, de la bondad del tío Ambrosio, quien facilitó empleo y un humilde lugar donde residir al sobrino llegado de España. La ciudad le despertaba temores y añoraba la soledad de la campiña, el olor a hierba recién cortada, la tensión de la siembra y la alegría de las cosechas. El rocío y el cantar de las aves en las primeras horas del día. En ese mundo nació y era el que siempre quiso para ella y su familia. La idea le asaltó una de las noches cuando Manuel se tiraba en la cama agotado tras una jornada de más de 12 horas en la tienda del Tío. Cuando tomó la decisión, estaba segura de que nada la podría impedir. Y en una madrugada sin amor, sencillamente, se la espetó. Y sus vidas cambiaron.
El marcó el suceso, porque creyó que algún día tendría que volver en busca de justificaciones para un fracaso previsible. Nunca lo hizo, porque, finalmente, casi todo salió bien.
“Quiero volver”, recalcó en ese momento, con una voz segura que había sobrevivido el paso del tiempo. El la vio frente a sí, mientras salía de la neblina de la última crisis de olvidos, y se dio cuenta que algo definitivo había sucedido, irremediable como la muerte.
Mirando hacia el pasado, Manuel no pudo encontrar alguna ocasión cuando ella no hubiera logrado, de una u otra forma, imponer su voluntad. Antes, cuando eran jóvenes, a veces bromeaba con ella, con algún rejuego de palabras: “Esta es la última vez que te digo que es la última vez en que tú dices la última palabra”. Ella sonreía, pero sin retroceder de manera importante en su decisión. Quizás, porque siempre tuvo la razón, pensó Manuel, ya acostumbrado a que María llevase las riendas de los asuntos domésticos.
“Pero esto, es otra cosa – se dijo -. Ahora, cuando en realidad estamos al final de nuestras vidas, no permitiré que siga adelante, aunque sea la primera vez y, quizás, la última”.
La experiencia le dictó que, ante ese tipo de decisión de María, era imposible discutir sin contar con razones sólidas y en busca de ellas se desgajó por su propia vida. Fue tropezando con los hitos colocados por él a lo largo de tantos años y atravesó los grandes vacíos brumosos abiertos por las tormentas de olvido hasta llegar a “Seguimos la ruta del Almirante”. Más allá, sólo encontró confusos olores de principio, siluetas airadas y viejos rencores familiares sin precisar.
Mientras, ella, con la determinación habitual, siguió adelante con su plan y tras doce acaloradas discusiones, dejó a sus hijos sometidos a la resignación. Ellos acudieron a él para impedir aquel viaje temerario, pero fue tanto su silencio, que terminaron acusándolo de complicidad.
Así, llegó desarmado al previsible duelo verbal durante el cual uno impondría su voluntad al otro: el plan de ella no ofrecía alternativas intermedias.
¿No te ves muy vieja para andar con esas boberías? Y, ¿quién nos llevará? – protestó él, con sarcasmo, tras una semana de silencios.
Manuel observó sin inmiscuirse las discusiones de María con sus hijos e incluso se había percatado del complot que calladamente organizaba la menor de todos. “No irán más allá de La Habana”, le había susurrado al mayor, en un domingo sin fiesta que la familia se reunió completa, preocupada por la novedad del viaje.
María lo observó con un brillo inusual en sus ojos negros, brillosos aún y acorrallados por las arrugas de la piel. Había algo de piedad en la expresión de su rostro. En cambio, a él nunca le pareció tan sola al verla parada en el centro de la amplia sala de la casa, que ya, en los días de ocasión, resultaba pequeña para toda la familia. Sola, con el último de sus caprichos, pensó Manuel, con una tristeza incipiente.
Si uno sólo pensara en los inconvenientes, nada bueno se hubiera hecho jamás – respondió ella.
No es eso. Ahora hay razones importantes: están nuestros hijos y nietos, una vida que hemos hecho aquí …
No es para siempre. Quiero visitarlos, ver todo aquello, revivir esos años y, sobre todo, decirle a ellos que no fuimos derrotados por la adversidad.
María, eso hubiera sido algo muy bonito 30 años atrás. Ahora, ya no hay tiempo.
Te equivocas, Manuel, siempre hay tiempo para todo. Lo que no puede faltar es la voluntad. Nada es irremediable, siempre queda alguna oportunidad. Es fácil, Manuel. nunca digas nunca.
Por primera vez en muchos años, se sintió conmovido por una expresión de ella. ¿De dónde sacará esa fuerza para vivir, a unos pasos de la muerte?, se preguntó. En algún punto inubicable de su cerebro, le comenzó a titilar un sentimiento de pena por haberla dejado sola en la última aventura de su existencia. Sin embargo, no permitió que la emoción lo dominara.
Exacto. Esas son las palabras que seguro debimos haber dicho hace 70 años, cuando partimos y lo dejamos todo. Esa vez fue para empezar; ahora, será para terminar, algo que no tiene sentido lejos de nuestros hijos.
Te equivocas, Manuel, será también una nueva forma de empezar. No tengas miedo, lo he ido arreglando todo. Será sencillo.
Estuvieron discutiendo largamente el proyectado viaje, a veces, con frases hirientes, hasta que ella puso término a la conversación: “Yo crucé el Océano – le dijo – siguiendo tus pasos. Ahora volveremos. Este viaje, será otra forma de comenzar, de no resignarse”.
Manuel la vio alejarse, trabajosamente, hacia la cocina y no pudo eludir la emoción que siempre le despertó la ambición de María de querer hacer siempre fácil lo imposible.
Yo te voy a proteger de esta locura: desdichadamente, en algún momento nos llega el tiempo de no tener tiempo. Es la ley de la vida, María – dijo, en voz alta, aunque ella ya no estaba cerca.
Sentado en el portal, frente a los enormes árboles de mango, mamey y otras frutas, se esforzó en recordar las causas que los obligaron a partir. Huir, le pareció una palabra clave, pero nada más. En cierta medida, era un éxito no poder acordarse de esas causas, pues si algo quiso, fue olvidar todo lo dejado atrás después de cruzar el Océano, para comenzar de cero. De tanto quererlo, había terminado por olvidarlo por completo. En aquella zona de su memoria, sólo había claves que no podía descifrar: ¿añoranzas y rencores? Era como un desierto asolado por un viento sin nubes donde las tormentas de olvido no tenían nada que hacer.
Sin embargo, él no se detuvo en la búsqueda de esas razones, con la esperanza de que aparecieran, en tropel, en el momento menos esperado. Incluso, cuando ella decidió trasladarse a la capital, para el asunto de los pasajes y los otros enredos de los viajes, tuvo la seguridad de poder traspasar el sinuoso límite de las bienvenidas fallidas,
precisamente junto a la bahía donde sufrió los sobresaltos de su espera a ciegas.
Viajaron hacia la capital en el auto del primogénito y acompañados además por la hija menor del matrimonio. La partida fue una nueva ocasión para el llanto y las quejas de los hijos y nietos. “Cuando uno es viejo, Manuel, tus hijos terminan por creer que son tus padres y te tratan como a un bebe”, se defendió ella, mientras sus descendientes colocaban aún en el equipaje paquetes de pastillas y frascos de jarabe recordados a última hora.
A Manuel cada salida de la finca, incluso a los poblados cercados donde residían sus hijos, le colmaban el estómago de sobresaltos y de apremios la vejiga. Durante el viaje hubo que hacer frecuentes paradas, en las cafeterías de los poblados o en pleno campo, para que Manuel aliviara sus necesidades vitales. María se bajó en cada ocasión y lo esperaba, atenta a cualquier pedido suyo, siempre de pie y con la antigua cartera colgada del brazo, con expresión de contrariedad de una novia olvidada.
La hija menor había avisado del viaje a los parientes de la ciudad para alojarse en casa de alguno de ellos e incluso aprovechar la oportunidad para realizar un chequeo médico a los ancianos, a pesar de su salud de hierro. Por iniciativa de Manuel, decidieron hacer una primera parada en la antigua tienda del tío Ambrosio.
En el lugar, un grupo de personas hacía una desordenada cola para adquirir “los mandados del mes”. El bromeó: “Ese fue siempre el sueño del tío y lo logró cuando la bodega ya no es de él: filas de gente para comprar y pagar”. Ella, por el contrario, sintió deseos de llorar al contemplar el sitio donde comenzó su nueva vida. Las lágrimas de emoción le brotaron de los ojos frente a las personas que también observaban a la curiosa pareja de ancianos.
El tío Ambrosio murió muchos años antes y su descendencia se dispersó por la ciudad, dejando en la añoranza sentimental el único vínculo con el sitio, identificado aún por un ruinoso cartel donde se leía La Gallega.
Después, Manuel quiso ver la bahía, con la esperanza de tropezar con las razones, las iniciales, aquellas que provocaron su primera partida, para intentar impedir con estas, la próxima.
Por su cercanía, prefirieron hacerlo a pie, con la esperanza de encontrar en las populosas callejuelas algún antiguo conocido. La caminata hasta el puerto fue un calvario, bajo el sol calcinante de agosto y la evaporización de alguna tormenta de verano. Sin embargo, ver los lugares donde vivieron sus primeros años en la isla, fue agitando el ritmo de sus corazones y comenzó a inundarlos un sentimiento de bienestar parecido a la felicidad.
Frente al puerto, lleno de barcos enormes y con sus aguas contaminadas de restos de petróleo, hicieron un alto y junto a sus hijos, observaron el Morro, la fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el Cristo de la bahía. “Cuando llegué, eso no estaba todavía ahí”, exclamó Manuel, señalando con su mano derecha hacia la enorme estatua de Jesús, ubicada en una colina, al otro lado de la bahía.
Ella miró emocionada los buques, que parecían edificios sobre el mar, el paso de los automóviles y de ómnibus repletos de personas, incluso colgadas de las puertas. “Hay muchas cosas nuevas, Manuel”, dijo con voz trémula.
El apretó su mano y la sintió fría. “No es aquí donde debemos ir, es a lo de los aviones”, le explicó ella, sin conocer las intenciones calladas de Manuel.
“Dios, uno nunca encuentra los lugares de su pasado exactos como fueron. En realidad, sólo volvemos dentro de nosotros mismos”, pensó Manuel, sintiendo, con pesar, que la visita al puerto no lo llevaría más allá del primer hito con que había amojonado su memoria, porque regresando por su propia vida, no podía ir más allá de aquel “Seguimos la ruta del Almirante”, hecho -además- inventado por él. Era un límite irremediable, calculó, llenándose nuevamente de las aprensiones de una aventura inexplicable al final de sus vidas.
Caminaron, trabajosamente, hasta un pequeño parque contiguo a una vieja fortaleza. “Recuerdos de piedra”, le indicó a María y sus dos hijos, quienes no entendieron la frase. Se sentaron en uno de los bancos de madera y hierro fundido, junto a una pareja que mimaba absorta a un niño de pocos meses. Sus dos hijos se mantuvieron parados, mirando con atención el rostro de los ancianos.
Manuel llegó tan agotado al banco, que sólo se percató de la presencia de los dos jóvenes cuando terminó de acomodarse, al mirar más allá del pecho aplanado de María. Fue, entonces, cuando algo estalló de manera inesperada entre las neuronas cansadas de su cerebro, mientras se sintió invadido por los efluvios de los jóvenes y el bebé. En ese instante, experimentó un temor inexplicable por la llegada de las causas para no regresar, como si las tormentas de olvido lo hubiesen preservado de un tramo de su vida que no quiso vivir. Después, intuyó que pasadas las fronteras del recuerdo, en los campos del olvido, habría sucesos felices que fuese hermoso recuperar.
Junto a la pareja, el agua de violetas, el más tierno de los perfumes del principio, provocó el salto en el tiempo sobre las bienvenidas frustradas y lo adentró por unos prados dorados, donde sonreía una adolescente de pelo largo.
María, sentada junto a él, sacó de su antigua cartera un pañuelo y le secó con ternura el sudor de la frente. El siguió, con la vista clavada en los enormes barcos, saltando por los prados, detrás de la joven de la sonrisa, hasta estar en una callejuela de piedras, donde los vecinos, silenciosos y adustos, le miraban desde sus casas. Por entre las construcciones de gruesas paredes de mampostería, escaparon también las siluetas de los viejos rencores, que en ese momento no quiso identificar.
En ese instante, tuvo una sensación de bienestar supremo. “Los manzanos han florecido”, dijo en voz alta y ella sonrió. “¡Qué cosas dices, Manuel!”, exclamó extrañada, al margen de los viajes de él por el tiempo.
Los perfumes del principio le fueron poblando el pasado de imágenes, como retoños en el árbol caído, y llenando la vida de razones para volver.
“Estás frío, Manuel”, dijo María, amasando con ternura su piel arenosa de los brazos.
“Es cierto: será como empezar nuevamente”, le susurró él, lleno de gratitud por la nueva oportunidad abierta por ella en sus vidas. “¿Sabes? Hay cosas que las tormentas de olvido no pueden destruir”, agregó, casi con alegría.
“¿Qué dices, Manuel?, le preguntó ella, y recostó la cabeza en su pecho, como 70 años antes. Manuel observó los ojos húmedos de su hijo mayor y los llenos de lágrimas de la menor y les sonrió con dulzura, por primera vez desde el inicio del azaroso viaje de la finca a la capital.
Seguiremos la ruta del Almirante, pero al revés –les dijo.
FIN