Un nuevo hallazgo podría ayudar a los científicos a identificar mejor los impactos pasados de meteoritos en la Tierra y prepararse para los venideros. Se trata de un conjunto de partículas desenterradas en las montañas de la Antártida que, según sugieren los autores de un nuevo artículo que se publica en la revista Science Advances bajo el título “A large meteoritic event over Antarctica ca. 430 ka ago inferred from chondritic spherules from the Sør Rondane Mountains”, fueron producidas por un evento en el que un meteorito explotó en el aire hace unos 430.000 años liberando un chorro de material derretido y vaporizado insuficientemente denso como para formar un cráter de impacto cuando golpeó la superficie del planeta.
Se estima que las grandes explosiones de meteoritos en la atmósfera, mucho más peligrosas que las que dejan un cráter definido como huella indeleble del impacto, tienen lugar con una frecuencia órdenes de magnitud mayor que los segundos. No obstante, encontrar rastros de estos eventos en la mayoría de las ocasiones se ve obstaculizado por la dificultad de hallar pruebas en el registro geológico.
Sin embargo, tal y como se explica en el artículo liderado por el geólogo especializado en geoquímica y mineralogía de los meteoritos, Matthias van Ginneken, un conjunto de esférulas de condensación encontradas en la cima del monte Walnumfjellet y en sus alrededores, en las montañas Sør Rondane, en la Antártida, acaba de proporcionar nuevas pistas sobre la dinámica de estos esquivos eventos.
Tras la pista de un impacto sin cráter en la Antártida
Debido a los desafíos para identificar y caracterizar los residuos esparcidos por estas grandes explosiones, la mayoría de información que ha llegado de ellas hasta nuestros días han de agradecerse, más que a las pruebas del registro geológico, al relato de los testigos oculares.
Es por ello que los datos recogidos por el equipo de Ginneken resultan una oportunidad única para armar el rompecabezas en torno a este bólido que “golpeó” la Antártida sin dejar apenas rastro. “Este descubrimiento es tremendamente importante en el sentido de que nos enseña a como identificar este tipo de eventos en el registro fósil”, explica el investigador.
Para ello, Ginneken y sus colegas se valieron de técnicas de microscopía y láser para analizar 1as 17 partículas ígneas esféricas negras halladas en la Tierra de la Reina Maud, uno de los territorios más indómitos de la Antártida.
Así, tras los experimentos, los investigadores determinaron que estas esférulas de condensación, en su mayoría de entre 100 y 300 micrómetros de tamaño, estaban compuestas principalmente por dos minerales: olivino y espinela de hierro, ambos soldados entre sí por pequeñas cantidades de vidrio. La química de estas partículas, incluido su alto contenido de níquel, sugiere que se originaron en el espacio exterior.
Antártida: Domos Concordia y Fuji
Los investigadores también compararon las partículas con las encontradas en otros núcleos de hielo tomados de los Domos Concordia y Fuji, en la misma Antártida, las cuales también se asociaban con dos meteoritos caídos en la Antártida hace entre 430.000 y 480.000 años. Sin embargo, tras sus observaciones todo parece indicar que en ambos casos dichas partículas procedían del impacto de un único asteroide que chocó con nuestro planeta hace unos 430.000 años.
Posteriormente, a través de simulaciones numéricas, del análisis de los isótopos de oxígeno 18 observados en las partículas y ante la ausencia de un cráter vinculado al evento, Ginneken y su equipo concluyen que las partículas alcanzaron la capa de hielo a través de los chorros de vapor en forma de proyectil liberados por un meteorito de entre unos 100 y 150 metros de diámetro que explotó en la atmósfera.
Cheliábinsk, Tunguska, Sør Rondane y lo que está por llegar
Las explosiones de meteoritos en la atmósfera de nuestro planeta son, de largo, mucho más frecuentes que aquellas que hacen diana. Y también mucho más peligrosas. Explosiones como la acaecida en Sør Rondane pueden resultar inofensivas para los seres humanos cuando tienen lugar en lugares tan remotos como la Antártida, pero podrían ser causa de una auténtica catástrofe si ocurren en lugares densamente poblados de nuestro planeta.
Ginneken describe su magnitud instándonos a imaginar “una enorme nube de gas supercaliente alcanzando la superficie de la Tierra a una velocidad extremadamente endiablada y capaz de convertir en vapor al instante una gran superficie de hielo”.
Así, para encontrar un ejemplo relativamente reciente de este tipo de eventos solo hemos de remontarnos la mañana del 15 de febrero de 2013, día en el que la ciudad rusa de Cheliábinsk observó como meteoroide de unos 17 metros de alto por 15 de ancho sobrevoló los cielos de varias provincias a plena luz del día antes de estrellarse a unos 80 kilómetros de la localidad.
El bólido explotó a aproximadamente unos 20 kilómetros de altura, liberando una energía de unos 500 kilotones, 30 veces la energía liberada por la bomba de Hiroshima, y se saldo con cerca de 1500 heridos, la mayoría de ellos a causa de la onda expansiva de la explosión.
Otro de los eventos más sonados de esta categoría fue el conocido como el evento de Tunguska del 30 de junio de 1908, y el cual Ginneken define como: “el mayor de los impactos de un meteorito de la historia reciente; el cual fue tan potente como para doblar los árboles en un área de más de 2000 kilómetros cuadrados”, y añade que “este evento fue muchísimo menos intenso en comparación con el acontecido en la Antártida hace unos 430.000 años”.
Eventos realmente potentes
“Se trata de eventos realmente potentes que pueden poner en peligro a numerosas poblaciones a día de hoy, que pueden resultar en miles de bajas y provocar serios daños en áreas que abarcan cientos de kilómetros cuadrados”. “Por ello es esencial comprender mejor el papel que han jugado eventos como este en la historia de la Tierra. Y la manera de hacerlo es, como en este caso, encontrar los restos que dejaron tras de sí”, concluye.